Alberto Arregui
El poeta que llenó nuestras vidas, ha muerto el día primero de este mes de abril y resulta complicado encontrar una necrológica en la prensa o en internet. Para esta sociedad parece que sus poemas estaban ya muertos, pero para cualquier persona sensible, los versos de aquel joven deslumbrado por Vladimir Mayakovski y Boris Pasternak, serán eternos.
Su libro “Entre la ciudad Sí y la ciudad No”, publicado en 1969, me ha acompañado durante la mayor parte de mi vida. Una lectura prematura, un regalo de un hermano mayor que habitaba la universidad iluminada por Mayo del 68, un privilegio.
Lo he citado innumerables veces, y muchas más he vuelto a separar sus páginas. He regalado sus poemas a amistades variopintas, que no citaré por cortesía. E, incluso, en algún caso muy especial, he regalado el propio libro, eso sí buscándolo en “librerías de antiguo”.
Vuelve a emocionarme:
“Estás absolutamente desprovista de fingimiento
cuando callas, de pronto, tensa la mirada,
como desprovisto de fingimiento está el silencio
de una noche sin estrellas en una ciudad quemada…”
Creo que no debo reproducir sus poemas, pero sí incitar a leerlos por si a alguien le puede dar algo de lo mucho que a mí me dio, como aquellas palabras, con un dibujo que aún veo decorando una puerta:
“Se suman a los míos tus treinta y tres años,
y todo lo que antes a ti te ha sucedido,
todo lo que recuerdas, todo lo que olvidaste,
como una piedra oculta lo tengo en mí escondido…”
Su crítica de la crueldad, con el descriptivo poema de la miel, impregnando el bigote odioso del comerciante de la miseria:
“Y el dolor formó colasencillo,
amargo,
desvalido…”
Evgueni Evtuchenko (o Yevgueni Yevtushenko), era capaz de acercarse al misterio de los sentimientos humanos, como en esa delicada evocación:
“Todos los misterios de la infancia
se van como la niebla del rio.
Misterios eran Tonias y Tanias
aún con los pies rojos por el frío…”
Y ese poema que me sobrecoge, que no es apto para los nacidos bajo el signo de Walt Disney, sino para la generación criada en los pueblos, o de Félix Rodríguez de la Fuente, “la llamada del urogallo”:
“La caza no es la caza.
Pero ¿qué es? Tampoco yo lo sé, es algo
que no podemos comprender nosotros solos.
Aún a pesar de haber leído muchos libros,
nos llama el gran rito ancestral de los antepasados,
rebelde y poderoso…”
Pero sobre todo el misterio de la vida, de la lucha sin perder la felicidad, recogiendo fresas, viviendo el duro trabajo como mujer:
“El bosque era rumor de pinos y zumbar de moscas,
Y, olvidando las fresas, yo miré
de nuevo a la mujer.
Alegre se afanaba,
caído hasta las cejas el pañuelo.
Cogiendo fresas se reía al cogerlas.
Olvidado de todo, pensaba solo en ella.
Y desde entonces llevo en la memoria
al camión volando por la taiga,
rompiendo ramas,
salpicando barro,
bajo la blanca luz de los relámpagos.
Y a la mujer cantando,
mientras la lluvia hacía
regueros de agua en el cristal mojado…
¡Yo quiero
saber cantar así
por muy difícil que la vida sea!
¡Quiero ir por el mundo con la cabeza alta,
ofreciéndome todo,
mi corazón,
mis ojos!
Y en la cara sentir
las ramas mojadas de pino,
Y en las pestañas
lágrimas y lluvia!”
Él se ha ido, como se fueron, obligados a morir por el estalinismo, Mayakovski y Pasternak, y yo me quedo debiéndole una parte de la vida y repitiendo sus palabras, agradeciendo saber que también se cantará en los tiempos sombríos:
“¡Mejor ir y venir hasta el fin de mi vida
entre la ciudad Sí y la ciudad No!
¡Mejor tener los nervios tensos como cables
entre la ciudad No y la ciudad Sí!”